Con 17 años marcó el primer gol, con 37 el último, el número 247 de su carrera. Entre uno y otro, una vida de interista. Arpad Weisz, el legendario entrenador húngaro, fue quien lo descubrió y lo subió al primer equipo con solo 16 años. Lo hizo mejorar a base de extenuantes entrenamientos y obligándolo a usar la pierna izquierda, gracias a lo cual se convirtió en prácticamente ambidestro, letal en el mano a mano y hábil en las fintas. Brasileño antes de los brasileños, era un jugador completo y muchas veces retrocedía hasta el centro del campo para ayudar en la creación del juego.
No llegaba a 1,70 m, pero era muy bueno en el juego aéreo. Vivía como si cada día fuese el último, tanto fuera como dentro del campo. A parte del fútbol tenía 2 pasiones, los coches caros, que coleccionaba y las mujeres. Era un delantero moderno, sabía como hacer funcionar el ataque, como decía su técnico en dos Mundiales Vittorio Pozzo.
El número de anécdotas es infinito. Chutó un penalti decisivo en los cuartos del Mundial sujetándose las medias, ya que el elástico se había roto. Ganó dos Mundiales como líder, comenzando su aventura con la Azzurra con un hat-trick contra Hungría en 1930, quedando luego como el máximo goleador en la historia de Italia, superado únicamente después por Gigi Riva. Más tarde, como Director del Sector Juvenil, descubrió a Mazzola y a Facchetti, continuando así su legado de nerazzurri.
Una vez, Sandro Mazzola dijo que les confesó algo a los jugadores de la sub-16 a los que entrenaba. “Sabéis chicos, tengo un episodio oscuro en mi carrera: jugué en el Milán durante seis meses. Ahora teneis que ayudarme a olvidar esa vergüenza”. Claramente, el interista prevaleció.